Cuentan las crónicas cinematográficas que en 1953 el actor norteamericano Edward G. Robinson, jurado en el Festival de Cannes de ese año, se sintió especialmente molesto por una película en proyección. Indignado por la imagen que se daba de Estados Unidos en “!Bienvenido, Míster Marshall!”, y en especial por el plano en el que una banderita de barras y estrellas flotaba por un canalillo del desagüe en dirección a las cloacas, amenazó con marcharse del Festival si no suprimían esa escena de la película. La polémica no pasó de ahí y el filme de Luis García Berlanga obtuvo el galardón a la Mejor Comedia y una Mención Especial para el guión. Todo un éxito para una película rodada con escasos medios y en una época en la que la censura española causaba enormes problemas para el desarrollo creativo.
No fue así para está sátira en la que con una sutil ironía se mostraba las diferencias entre la España oficial que renacía de las cenizas de la guerra y la España real sumida en la oscuridad y en la pobreza intelectual y humana. En un país como aquel, en el que era prácticamente obligatorio guardar las apariencias, la película se asumió como una crítica a los americanos. Todo lo contrario.
Villar del Río -figurado pueblo donde transcurre la acción- es un pequeño pueblo tranquilo, pobre y olvidado, en el que nunca pasa nada que le saque de la rutina. Sólo la llegada de la cantante folclórica Carmen Vargas y de su apoderado y representante Manolo han dado una nota de novedad a la vida aburrida del pueblo. Esa misma mañana se presenta de pronto un delegado gubernativo, el cual anuncia que va a llegar de un momento a otro una comisión del “Plan Marshall” -autoridades americanas que facilitan ayuda económica al país-. El alcalde del pueblo, un hombre bonachón y un poco duro de oído, al recibir la noticia, decide disfrazar a toda la población vistiendo las mejores galas y mostrando su patriotismo al más puro estilo andaluz, para impresionar a sus visitantes
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